Capítulo 10: La bóveda sumergida
La noche en Ciudad República era más densa que de costumbre. Las nubes colgaban bajas, opacas, como si el cielo mismo conspirara en silencio. En lo alto del edificio del Ministerio del Tesoro, donde las luces se apagan antes que en otros edificios del gobierno, Thai se mantenía despierta. Miraba por la ventana de su despacho, una taza de té frío entre las manos. Vestía aún su traje formal de lino verde petróleo, arrugado por las largas horas, y su cabello recogido en un moño alto empezaba a deshacerse. La sala estaba oscura, apenas iluminada por la luz ámbar de su lámpara de escritorio. En el aire flotaba el aroma apagado del té de loto que ya nadie bebía.
Desde la distancia, aún podía ver los tejados del distrito financiero, donde brillaban las cúpulas del Congreso y, más allá, los salones donde Ciro pasaba sus fines de semana. Aún recordaba la última imagen que tuvo de él en la prensa: solo, bebiendo té con la Reina, en lo alto de su jardín florido. Parecía inofensivo. Parecía humano.
Pero Thai sabía que ese mismo silencio era parte del disfraz. Que la calma después del juicio, los acuerdos diplomáticos y las nuevas promesas de inversión, no eran otra cosa que una alfombra limpia sobre un sótano lleno de polvo y huesos.
El juicio había terminado, el informe había sido archivado y el gabinete se había replegado a su inercia habitual. Desde su punto de vista, todo parecía volver a la normalidad. Pero no dentro de ella. Thai sabía que algo persistía. Que el andamiaje que habían descubierto con Lin no había sido desmantelado, sino refinado. Y, en el silencio, se multiplicaba como moho sobre los cimientos de la República.
Sabía lo que estaba haciendo. No era solo una investigación secreta. Era una renuncia simbólica. Una traición a su propio orden.
Esa noche, con el alma aún fatigada, abrió un cajón prohibido de su conciencia. Uno que había jurado no volver a tocar: su antigua red.
Eran antiguos compañeros de universidad, exactivistas con ideales oxidados por el tiempo, periodistas caóticos con vocación suicida, y estudiantes que aún creían que la verdad tenía un lugar en el mundo. Con ellos, Thai había trabajado años atrás, antes de ascender. Cuando todavía escribía columnas anónimas en boletines estudiantiles o marchaba bajo la lluvia por presupuestos educativos.
Ahora era ministra del Tesoro. El cargo más alto que una economista como ella podía soñar. Su firma decidía subsidios, fijaba tipos de interés, sellaba pactos bilaterales. Era admirada y temida. Y, sin embargo, esa noche, redactó un mensaje cifrado desde una terminal vieja en una cafetería olvidada, donde el suelo crujía bajo las botas de obreros nocturnos y el humo de sopa fermentada se mezclaba con el vapor del metal oxidado. Nadie debía saberlo. Nadie debía asociarla.
Los primeros en responder no firmaron. Pero entendieron. Empezaron a enviar recortes de prensa, cartas comerciales, datos contables aparentemente inocuos. Y entonces llegó uno que la hizo detenerse: un anuncio clasificado, en la sección de comercio exterior de un periódico agrícola. Era una oferta de botes para pesca artesanal, con tipografías irregulares y errores deliberados. Pero el número de referencia era una coordenada marítima. Y el nombre del modelo del bote, una palabra clave que sólo alguien del antiguo círculo comprendería: ʻCeniza Blancaʼ.
Thai lo comprendió de inmediato. Alguien del entorno de Ciro estaba filtrando información desde adentro. Editoriales firmadas con iniciales falsas, mensajes codificados en anuncios, patrones deliberados en las fechas de publicación. Todo apuntaba hacia un nuevo nodo en la red: la Ventanilla N°12.
Lin recibió la noticia con frialdad, pero sin sorpresa. Desde hacía semanas, sospechaba que alguien las seguía. Había detectado interferencias en su radio, puntos de escucha ocultos en su despacho, incluso mensajes indirectos en las respuestas de sus subordinados. El Estado —o una parte de él— las observaba. En el rostro de Lin se marcaban más las líneas de cansancio, como si llevara años sin dormir bien. Ese día vestía su uniforme oscuro, pero había dejado el broche dorado en su cajón.
—¿Crees que sea Raiko? —preguntó Thai, con voz contenida, evitando mirar por la ventana del despacho.
—Creo que ya no es sólo él —respondió Lin, apagando un cigarrillo sin haberlo encendido.
Decidieron dividir la investigación. Lin se quedaría en Ciudad República, escarbando en archivos y asegurando la protección de las fuentes. Thai, en cambio, viajaría discretamente hacia el archipiélago de las Islas del Fuego, donde los registros sugerían una actividad sospechosa relacionada con la Ventanilla N°12.
El archipiélago no era un territorio turístico, ni del todo controlado por la capital de la Nación del Fuego. Eran islas periféricas, volcánicas, cubiertas por vegetación espesa y salpicadas de pueblos dispersos. El aire era más salado, más cálido, y el cielo parecía arder al atardecer. Las embarcaciones eran viejas, de madera inflamada por la humedad, y los muelles crujían con cada ola.
Allí, entre comerciantes, pescadores y operadores portuarios, Thai buscó sin llamar la atención. Usó un nombre falso, una acreditación antigua, ropa de lino desgastada y el acento republicano golpeado por el mar. Caminaba por las veredas de piedra volcánica con los hombros hundidos, como si cargara más que su maletín.
Una tarde, bajo una lluvia que no enfriaba el ambiente, llegó a un depósito de la Universidad Técnica de Marai. Era una biblioteca olvidada, sin electricidad, cubierta por hongos en las esquinas. Los estantes estaban torcidos, la madera comida por insectos. Allí, un archivista dormido la dejó pasar con apenas una mirada, su rostro escondido tras una bufanda manchada de tinta.
En una carpeta con polvo de dos años, encontró un manifiesto de carga que nadie había reclamado.
El origen: una zona minera clausurada por el Reino Tierra hacía más de tres años.
El destino: Isla Roja, parte del archipiélago.
El contenido: “herramientas de perforación, contenedores técnicos y personal auxiliar”.
Pero Thai reconoció la firma del remitente: una subsidiaria de KABSA. Y en letra más pequeña, debajo del sello, el código: V12–EXT.NF. El papel temblaba apenas en sus dedos, húmedo por la transpiración y el miedo contenido.
En paralelo, Lin hallaba pruebas de triangulación legal entre CCTS, KABSA y tres puertos flotantes que operaban con autonomía diplomática bajo convenios de pesca humanitaria. Todo era legal. Todo estaba firmado. Pero las cifras no cuadraban. La tonelada de “biomasa marina” era superior a la capacidad biológica estimada de la región. Era lavado. Era robo. Y quizás, algo más.
Thai envió el documento a Lin por un canal cifrado.
—La Ventanilla N°12 está activa. Y está trabajando con recursos extraídos de zonas protegidas. Minería, hidrocarburos, y algo más —escribió.
La respuesta de Lin no tardó:
—Hay movimiento de personas no identificadas. Ni pescadores, ni técnicos. Pero viajan en contenedores cerrados. ¿Sabes lo que eso significa?
Thai tragó saliva. El mar estaba quieto. Desde la ventana de su hostal, vio la costa en calma. Los faroles colgaban del techo como luciérnagas tristes. Afuera, el sonido del viento era hueco, como si la isla respirara por debajo. Sentía que algo antiguo, algo podrido, se removía bajo el agua.
Esa noche, en el silencio del ventilador oxidado, Thai supo que la siguiente fase de la investigación no sería política. Sería moral.
Porque ya no se trataba sólo de dinero.
Se trataba de cuerpos.
Y la bóveda del poder, ahora, estaba mar adentro.
Comentarios
Publicar un comentario