Capítulo 11: El humo en los muelles
Thai regresó a Ciudad República con la sensación incómoda de estar llegando a una ciudad que no era la misma. Había algo imperceptiblemente distinto en el ritmo de los pasos de la gente, en el murmullo de las calles, incluso en la luz. El sol parecía más bajo, como si la ciudad se hubiera encorvado durante su ausencia. El tranvía desde la estación marítima la dejó en la avenida central poco antes del atardecer, cuando los escaparates comenzaban a encender sus luces y las sombras de los edificios caían como losas sobre el pavimento.
En su camino al Ministerio del Tesoro, se detuvo un momento frente a una tienda de música. En el vidrio, una vieja canción sonaba apenas audible, distorsionada por el parlante empotrado en la esquina. Era una canción de su infancia, un vals tradicional que su madre solía cantar mientras colgaba la ropa. Thai sintió un nudo en la garganta, inexplicable, inútil, pero real.
En su oficina del Ministerio, encontró una nota sin remitente en su casillero personal. Estaba doblada en cuatro, con el pliegue marcado como si hubiera sido abierta y cerrada muchas veces. El papel era grueso, color hueso, y olía vagamente a humo de incienso. El mensaje, escrito con tinta firme y caligrafía inclinada, decía: “Las puertas están numeradas. Pero los cuerpos no.”
Esa noche, en la penumbra de su despacho, la nota reposaba junto a una taza de café que no logró terminar. La lluvia caía mansa sobre los ventanales, y la ciudad respiraba lento. Thai se reunió con Lin, que llegó sin uniforme, vestida con un abrigo largo y botas de suela de goma, mojadas hasta el tobillo.
—Tenemos otra anomalía —dijo Lin mientras dejaba un archivo sobre el escritorio.
Se trataba del registro migratorio de los últimos 45 días. Personas con documentos aparentemente legales, todas ingresadas por zonas costeras, muchas con sellos diplomáticos del Reino Tierra. Pero los nombres estaban repetidos. Algunos sin registro previo. Otros no constaban en ningún sistema de salida.
—No están huyendo —dijo Lin, con voz áspera—. Están siendo llevados.
—¿Voluntariamente? —preguntó Thai.
Lin la miró con los ojos entrecerrados, en silencio. Thai no insistió. Sabía que la respuesta no importaba.
A la mañana siguiente, Thai tomó un carruaje hacia la zona portuaria. La Biblioteca Nacional del Puerto estaba enclavada en un edificio de piedra rojiza, con columnas que aún sostenían telarañas imperiales. Allí trabajaba Ma Jin, un exprofesor de comercio marítimo que había sido destituido en la Nación del Fuego durante el gobierno de la Restauración y que ahora vivía entre mapas, registros de embarque y tazas manchadas de tinta.
Ma Jin la recibió con una sonrisa cansada. Llevaba una chaqueta deshilachada de tweed y unas gafas tan gruesas que parecían lupas de relojero. Lo primero que hizo fue servirle té.
—¿Sabes qué tienen en común los mares y las repúblicas? —preguntó mientras removía las hojas con un palillo de bambú— Que ambos olvidan lo que entierran.
Durante horas revisaron libros de carga, manifiestos de tránsito, registros de compañías marítimas que ya no existían. Thai anotaba con meticulosidad, cruzando fechas y siglas. En una hoja del año 96 post-guerra, apareció un código casi idéntico al de la Ventanilla N°12: era un canal de tráfico usado durante la guerra de los cien años. Servía para mover prisioneros de guerra y transportar recursos estratégicos.
—Nunca lo cerraron del todo —murmuró Ma Jin—. Solo le cambiaron el nombre.
Pero el golpe más duro vendría después. Thai identificó contratos actuales firmados por una compañía llamada Hidrocarburos Babilonia, propiedad de la familia Babilonia de Ba Sing Se. En la letra pequeña de los convenios —escrita en formato condicional subordinado— aparecía una cláusula de “subcontratación logística comunitaria”. Al buscar en los archivos de empresas asociadas, el nombre surgió sin adorno: CCTS. Y más abajo, el logo siniestro de una organización criminal: la Triple Amenaza.
—Están reclutando —dijo Thai, con la voz cortada—. Menores. Para extraer, para transportar... para pelear.
Salió de la biblioteca cuando el cielo se deshacía en sombras. El aire tenía olor a sal, gasolina y ceniza. En el tranvía de regreso, cerró los ojos un momento. Recordó el vals de su madre, el sonido del té hirviendo en la cocina, y pensó que había lugares del mundo que una nunca debería abandonar. O que nunca la abandonaban del todo.
Al llegar a su apartamento, lo encontró en orden. Demasiado en orden. Las luces estaban apagadas, pero la ventana del balcón estaba entreabierta. Thai sintió un escalofrío.
Nada faltaba. Ningún cajón revuelto. Ningún papel fuera de lugar. Solo su taza favorita —la de cerámica negra con flor de luna grabada— estaba partida en dos, colocada cuidadosamente sobre la encimera. A su lado, una nota en papel pergamino con caligrafía vertical:
“Sabemos que le diste la espalda al mármol.”
Thai se sentó en la alfombra del salón, bajo la lámpara apagada. Respiró hondo. El silencio tenía peso.
Esa noche, no durmió. Desde su balcón, con una manta sobre los hombros y la vista clavada en el puerto, observó cómo el mundo seguía girando. Las grúas se mecían como brazos rotos. Los barcos se desplazaban como espectros sobre el agua negra.
Y entonces lo vio: una embarcación sin bandera, más grande que las otras, sin luces, cruzando lentamente hacia el sur. El casco apenas rozaba la superficie, pero su sombra se alargaba como una herida.
Y comprendió que la bóveda no era lo único sumergido.
El mundo también lo estaba.
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