Capítulo 2: Pasos torpes de un gigante
La mañana amaneció con una bruma espesa sobre Ciudad República. Las calles parecían envueltas en un silencio húmedo, apenas perturbado por los pasos de los primeros patrulleros que ingresaban al Cuartel General. En su despacho del último piso, la jefa de policía Lin Beifong hojeaba un conjunto de informes rutinarios cuando algo rompió la monotonía del papel: un aumento abrupto en los delitos menores, particularmente en los anillos exteriores.
—¿De dónde vienen? —preguntó, sin levantar la vista, mientras sostenía el reporte con una ceja arqueada.
Los nombres, edades y perfiles se repetían con una inquietante similitud. Eran personas sin registro previo en la ciudad, en su mayoría adultos jóvenes y padres de familia con rasgos del campo. La mayoría habían sido capturados por robo de alimentos, invasión de propiedades desocupadas o disturbios en mercados de barrios populares.
La orden fue inmediata: correlacionar las detenciones con el lugar de origen. Lo que descubrió la unidad de análisis fue perturbador. Más del 57% de los involucrados provenían de Wulong y Abbery, dos repúblicas del oeste tradicionalmente agrícolas, autosuficientes y pacíficas.
—No se trata de una migración común —dijo Lin en voz baja, observando los mapas sobre la mesa—. Es una fuga. Y está creciendo.
Convocó de inmediato al equipo de inteligencia criminal y financiera. En menos de 48 horas tenían un perfil claro: los flujos migratorios no correspondían con patrones estacionales ni respuestas a fenómenos climáticos esporádicos. No se trataba de sequía ni de desempleo. Se trataba de despojo. Docenas de familias habían perdido sus tierras no por venta voluntaria, sino por embargos.
Lin redactó un informe clasificado. Lo tituló: Impacto social y criminal del desplazamiento económico en el oeste. Lo envió al presidente Raiko con una solicitud urgente de gabinete extraordinario. La reunión fue convocada al día siguiente.
—No estamos ante delincuencia común —dijo Lin, dirigiéndose al círculo presidencial con su habitual firmeza—. Estamos viendo las consecuencias de una política financiera que está rompiendo el tejido social. Estas personas no llegaron aquí por oportunidades. Huyeron del hambre. Y ese hambre tiene responsables.
Thai, ministra del Tesoro, hojeaba el informe sin demasiada urgencia al principio. Sabía que Wulong y Abbery habían atravesado una sequía prolongada, como muchas otras zonas rurales. En sus primeros minutos de lectura pensó que todo respondía a lo previsible. Pero su gesto cambió cuando llegó a los anexos.
Allí estaban los nombres de los predios embargados, las entidades responsables de las ejecuciones hipotecarias y los nuevos propietarios. Y entre esos nombres apareció uno familiar: Banco Agrario de Repúblicas del Oeste —BARO—, una institución comprada hacía meses por el Banco de Ba Sing Se.
—Eso no fue público —murmuró Thai, apenas audible.
Abrió su terminal segura y accedió a los registros del Ministerio de Desarrollo Rural. Los contratos hipotecarios eran reveladores: contenían cláusulas de ejecución inmediata en caso de emergencia ambiental, recargos automáticos por incumplimiento técnico, y lo más grave, cesiones preferenciales de titularidad a fondos registrados fuera del área de influencia local.
El nombre CCTS —Corporación Crediticia del Trópico Sur— comenzaba a repetirse. En cada transferencia, en cada fondo de inversión, en cada reventa. Y detrás de ese nombre, otra sombra: Baatar. Desde su oficina en Omashu, el esposo de Kuvira aparecía firmando como apoderado en decenas de operaciones. Su perfil era técnico, su rastro administrativo impecable. Pero Thai conocía bien la arquitectura del poder financiero.
—Nada de esto es diseño de Baatar —dijo, cerrando el archivo—. Esto lleva la firma de Ciro.
Abrió un archivo que no había consultado en años: un informe incompleto, escrito por su antecesor en el Tesoro, que sugería una expansión silenciosa del BBSS en distintas regiones del Reino Tierra. En aquel entonces, fue considerado rumor. Hoy, empezaba a cobrar forma.
Las condiciones que BARO ofrecía a los grandes propietarios contrastaban con las impuestas a los campesinos: refinanciamiento, créditos de expansión, acceso a nuevas tierras adquiridas a bajo costo. Se trataba de un doble estándar: mientras las comunidades rurales eran desalojadas y empujadas a la miseria, los terratenientes cercanos al poder eran beneficiarios de un reordenamiento territorial silencioso.
Thai convocó una reunión confidencial con Lin. Revisaron los mapas, los flujos de propiedad, los movimientos de activos, las estructuras fiduciarias. Al centro de todo, una maraña perfecta de nombres, empresas y decretos legales que hacían imposible una acusación directa.
—No hay crimen —dijo Lin, frustrada—. Solo diseño.
—Diseño con consecuencias —respondió Thai.
Decidieron viajar a las zonas afectadas. En Garsai y Hadai, capitales de Wulong y Abbery respectivamente, recorrieron comunidades, hablaron con líderes locales y pequeños agricultores. Escucharon las mismas historias repetidas en distintas voces: créditos que parecían accesibles hasta que una lluvia fallida lo cambiaba todo; oficinas que cerraban de un día para otro; contratos que ya no se podían discutir.
Los pueblos estaban vacíos. Las escuelas sin niños. Las iglesias sin himnos. Las plazas sin música. Todo había sido tomado por lo inevitable: la deuda.
En una visita inesperada a un archivo notarial, Thai halló algo singular. Un sello repetido en múltiples escrituras: “Ventana N°8 – Procesamiento externo no público”. Nadie en la oficina pudo explicar su función. El código estaba vinculado a operaciones interterritoriales, supuestamente bajo un convenio firmado entre CCTS y un órgano descentralizado del Reino Tierra. El mismo código apareció luego en registros aduaneros con destino en Kyoshi.
—No podemos probar que sea ilegal —dijo Thai esa noche—. Pero no deja de ser perturbador.
Al regresar a Ciudad República, el informe preliminar causó revuelo en el gabinete. Algunos ministros pidieron prudencia. Otros sugirieron iniciar una auditoría completa a BARO. Raiko se mantuvo al margen, pero autorizó a Thai a continuar su investigación con recursos ampliados.
Lin, por su parte, intensificó la vigilancia en los sectores migrantes. No para reprimir, sino para entender mejor cómo estaba mutando el orden urbano. En menos de un mes, más del 70% de los nuevos ingresos al sistema de salud gratuito provenían de zonas rurales afectadas por BARO. La presión social aumentaba. Y con ella, la urgencia de respuestas.
Un atardecer, Thai recibió una visita discreta en su oficina. Era un exfuncionario del Ministerio de Comercio Exterior. Había trabajado por años en operaciones de inversión extranjera. Le entregó una carpeta con documentos sellados: autorizaciones de entrada para maquinaria pesada importada desde Omashu bajo clasificación de “donación técnica”. El receptor: una firma con sede en Kyoshi, registrada a nombre de una cadena de valores anónimos.
—Esto no es lavado común —dijo el hombre antes de irse—. Es consolidación geopolítica.
Esa noche, Thai repasó toda la red. Desde BARO hasta las corporaciones anexas, desde los gobiernos rurales hasta las inversiones invisibles en Kyoshi. Todo encajaba. Legal. Preciso. Intocable.
Y sin embargo, el daño estaba hecho.
Las comunidades estaban rotas. La política local, cooptada. Y el sistema judicial, inoperante frente a estructuras tan limpias como frías.
Thai y Lin se encontraron en el mismo despacho donde días atrás se gestó la primera alerta. Esta vez, en silencio, sin papeles, sin grabadoras.
—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó Lin.
Thai respondió con una sola palabra:
—Juicio.
Ambas sabían que sería difícil. Pero también sabían que el gigante, por más perfecto que parezca, a veces deja huellas torpes al caminar.
Y esas huellas... comenzaban a brillar.
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