Capítulo 4: Brillo en Ba Sing Se
Mientras las tensiones judiciales y financieras sacudían Ciudad República —con audiencias aún en curso sobre el caso BARO y cuestionamientos al crecimiento del Banco de Ba Sing Se—, en la capital del Reino Tierra todo era espectáculo y poder.
Ba Sing Se brillaba como si el mundo no se desmoronara más allá de sus murallas. Desde los barrios altos del Anillo Interior hasta las terrazas elevadas de los templos, las calles estaban engalanadas con estandartes dorados, abanicos de bambú perfumado, faroles colgantes de jade translúcido y banderas que ondeaban con el emblema de la Reina Hou-Ting.
Era la Semana de la Liberación. Y dentro de esa semana, se celebraba el evento más glamoroso del año: la entrega de los Premios Persona del Año, organizada por la revista Bulevar. Se trataba de una gala transmitida en directo por radio a todo el Reino Tierra, y replicada por ondas hasta los confines de la Nación del Fuego y la República Unida de Naciones. En barrios populares de Ciudad República, aún con el resentimiento por el reciente juicio, los aparatos de radio crepitaban con voces de cristal: "Desde el corazón del Reino Tierra, la voz de la tradición y la modernidad..."
El escenario elegido era el Gran Salón de los Lirios, transformado para la ocasión en un palacio flotante de mármol, luz y sonido. La aristocracia se reunió como en los tiempos antiguos: los Babilonia, Yughan, Altg y Orck desfilaron con ropajes inspirados en las cortes imperiales. Las mujeres vestían túnicas de tejidos vivos; los hombres, sedas teñidas con pigmentos espirituales traídos del Pantano de la Niebla.
La recepción comenzaba al atardecer, cuando los jardines colgantes eran encendidos con luz solar capturada en esferas de cuarzo. En las terrazas, decenas de chefs servían bocados alquímicos: ostras doradas del archipiélago sur, infusiones de hongo celestial y vino fermentado en cavernas selladas por tierra controlada de la Dai Li.
Mau Babilonia, maestro de ceremonias, presidía el evento con elegancia audaz. Vestía una capa de filamentos de zafiro bordados a mano por niños monjes de la provincia de Zhing. Su voz, transmitida a través de radios encantados, inauguró la velada con solemnidad:
—Esta noche, el Reino Tierra celebra no solo a quienes lo han engrandecido, sino a quienes han dado forma al futuro. Desde los salones de sabiduría de Zaofu hasta los laboratorios de Ciudad República, pasando por las torres del comercio de Omashu y los templos de los volcanes del Fuego, estas cinco almas han sido faro y ancla.
Los asistentes estallaron en un aplauso contenido. Las cámaras flotantes de la revista Bulevar enfocaban cada gesto, cada mueca, cada aplauso discreto.
Los cinco galardonados subieron uno a uno.
La primera fue Uzumi, la Señora del Fuego. Avanzó con una compostura imperial, luciendo un vestido de corte tradicional escarlata con bordes en oro real, sus hombros envueltos en un manto de fuego tejido: un patrón ancestral que simbolizaba la resiliencia y la purificación. Sus ojos brillaban con inteligencia severa. Al tomar el podio, se hizo un silencio reverente, incluso entre los representantes del Reino Tierra.
—Mi nación conoce el peso de un pasado que ha quemado tanto como ha iluminado —inició, con voz serena pero firme—. Nos construimos entre las cenizas de ese fuego, y en ellas hemos aprendido a templar el poder con conciencia.
Hizo una pausa breve, luego prosiguió:
—Hoy, la Nación del Fuego es garante de paz y fuerza. Pero no venimos a reclamar méritos, sino a renovar pactos. El Reino Tierra representa tradición, continuidad, estructura. Nosotros representamos determinación, y una esperanza transformada en acción.
Sus ojos recorrieron la sala.
—Este momento —esta ceremonia, esta ciudad, esta Semana— no debe ser solo una celebración de nombres. Debe ser un llamado a recordar que el verdadero poder es aquel que contiene su llama. Y que el liderazgo que no sirve, arde. Que la historia nos encuentre no como espectadores, sino como guardianes de algo más grande que nosotros mismos.
Al concluir, sus palabras dejaron una estela de solemnidad cálida, como brasas encendidas en el mármol del salón.
Le siguió Eska, gobernante de la Tribu Agua del Norte. Su entrada fue más silenciosa que solemne. Caminaba con pasos precisos, sin prisa, envuelta en una túnica de escamas negras y plata, tan ajustada como una armadura ceremonial. Su corona era una circunferencia tallada en hielo eterno, apenas visible entre sus trenzas azul oscuro, trenzas que caían rectas, como columnas del templo espiritual de Qutak.
En la tribuna, sus palabras cayeron como copos de nieve sobre mármol:
—No celebramos por costumbre —dijo con voz baja, profunda, de tono mesurado—. Celebramos porque recordamos. Y recordar es resistir.
El salón se tensó, como si una brisa polar hubiera cruzado el mármol.
—Los glaciares antiguos nos enseñaron algo que el mundo moderno olvida: que el agua no solo fluye. El agua aguanta. El agua conserva. El agua es archivo.
Pausó, y el silencio se volvió un eco espiritual.
—Desde el Trono del Norte, vemos un mundo que se calienta demasiado rápido, tanto en clima como en ambición. No somos enemigos del progreso. Somos sus custodios. Que cada alianza que hoy se celebra sea también una promesa de respeto. Que los mares no se llenen de puertos si no hay ritual que honre al espíritu del agua que los baña.
Luego bajó la mirada, y cerró:
—Quien olvida al espíritu, construye sobre hielo quebrado. Esta noche, que cada luz encendida en Ba Sing Se lleve también una oración para no olvidar quiénes fuimos. Y lo que aún debemos ser.
Asami Sato fue la tercera. Su vestido de líneas metálicas brillaba como una torre de energía. Con paso firme y rostro sereno, tomó el podio, y por un momento, el salón pareció contener el aliento. Su voz era clara, precisa, entrenada para ser escuchada incluso en medio del ruido:
—Vengo de Ciudad República, una ciudad nacida del cruce de culturas, de la reconstrucción y del ideal democrático. Es el lugar donde la tradición se encuentra con la innovación, y donde las decisiones no se heredan, sino que se eligen. Allí, el progreso no es una promesa vacía: es una conversación constante, a veces ruidosa, pero siempre viva.
Pausa.
—Cuando pienso en el Reino Tierra, pienso en su vastedad, en su herencia, pero también en su potencial para reconectarse consigo mismo. No a través del dominio, sino de la colaboración. Las ciudades del futuro —las que imagino, las que ya estoy ayudando a construir— no serán de acero ni de piedra solamente. Serán de aire, de luz, y de comunidad.
Otra pausa. Su mirada recorrió el salón.
—El poder tecnológico sin propósito es solo vanidad. El verdadero poder es el que se comparte. Que esta noche no sea solo una celebración, sino un compromiso: entre nuestras naciones, entre nuestros pueblos, y entre quienes tenemos el privilegio —y el deber— de diseñar lo que viene.
Loretto Altg fue el cuarto en ser llamado. Vestía un conjunto de lino de cinco texturas, teñido con tintes naturales de los valles orientales y adornado con un solo broche de ónix. Caminó con una gracia elegante, saludando con una reverencia suave, casi teatral. Al tomar la palabra, su voz fue melódica, más cercana a la de un orador ceremonial que a la de un empresario.
—Cuando era niño, mi madre me enseñó que todo lo hermoso contiene una forma de verdad. Aprendí que el arte no solo decora el mundo: lo traduce, lo explica, lo reconcilia con sus contradicciones.
Hizo una leve pausa, como invitando a la audiencia a respirar con él.
—Hoy, me honra recibir este reconocimiento, no por lo que he creado, sino por lo que hemos podido inspirar juntos. Los artistas, los diseñadores, los arquitectos: tejemos con formas, con sonidos, con memorias. Y en ese tejido, el Reino Tierra también se reconoce a sí mismo.
Su mirada se dirigió con ternura a la Reina Hou-Ting.
—Ba Sing Se es una ciudad de murallas, pero también de jardines ocultos. Nosotros, los creadores, abrimos pequeñas puertas entre esos muros. Para que entre el aire. Para que se escuche música. Para que podamos seguir soñando.
El aplauso que siguió fue más largo que los anteriores. No por fuerza, sino por calidez.
Finalmente, Ciro. El salón se enmudeció. Su túnica era marfil, y su mirada, de mármol:
—El Reino Tierra no se define por sus fronteras, sino por su estabilidad. Hoy celebramos la forma en que esa estabilidad se construye: con decisiones duras, con manos limpias que operan en la sombra. Esta es la misión del Banco. Esta es mi promesa: que mientras otros gritan, nosotros escuchemos. Y que mientras otros corren, nosotros pensemos.
Hubo un silencio denso antes del aplauso. Una pausa no escrita. Y luego, vítores suaves, casi rituales.
Al concluir la gala oficial, algunos sobres sellados circularon entre los elegidos. En su interior, una frase: "Donde el futuro se decide en voz baja".
El ascenso al Teatro de Ópera Escarlata fue discreto. En su cima, en un salón de ónix y ámbar, estaban reunidos los verdaderos custodios del poder: Ciro, Any Babilonia, Mypaty Orck, Loretto Altg y la Reina Hou-Ting.
—No podemos permitir otro juicio —dijo Orck, su voz áspera—. La imagen se resintió. El sur murmura. El norte pregunta. Y la República se organiza.
—Que pregunten —respondió Hou-Ting—. Ba Sing Se no debe responderle a nadie. Ellos necesitan nuestra estabilidad. Y nosotros su silencio.
Any giró su copa entre los dedos:
—La solución no está en callarlos. Está en ocupar sus espacios. ¿Educación cívica? Nosotros la financiamos. ¿Desarrollo comunitario? Nosotros lo gestionamos. Que crean que ganan algo. Que crean que el poder se diluye. Cuando en realidad…
—…se concentra —completó Ciro.
Loretto sonrió con cinismo:
—El arte del dominio es hacer que el oprimido se sienta original. Que diga: “esto es mío”, cuando solo es actor de reparto.
—Y eso se logra —dijo Ciro— con control narrativo. Con legalidad flexible. Con lealtades compradas.
La Reina alzó su copa:
—Lo importante es que parezca que todo cambia, cuando todo se conserva.
Las copas chocaron suavemente.
Y en ese instante, sobre los tejados de jade y las plazas saturadas de faroles, la ciudad seguía en fiesta. Mientras en el salón sin cámaras ni prensa se definían estrategias, abajo la gente bailaba al ritmo de gaitas de piedra y cornos eléctricos. La Semana de la Liberación alcanzaba cifras nunca vistas: más de dos millones de personas se desplazaban entre los anillos de la ciudad, las transmisiones por radio y ondas de luz se duplicaban cada hora, y los ingresos turísticos batían récords de toda la era Hou-Ting.
Los fuegos artificiales silenciosos pintaban en el cielo no solo colores, sino emblemas: espadas ancestrales, montañas sagradas, retratos de fundadores. En las escuelas del Anillo Medio, los niños marchaban con uniformes ceremoniales, cargando pequeñas réplicas de pergaminos constitucionales y escudos históricos.
En los templos, los monjes ofrecían cánticos por la continuidad. En los mercados, los comerciantes extendían sus horarios hasta el amanecer. En los callejones, los bardos componían canciones nuevas sobre los galardonados de la noche.
Y así, en las alturas, la élite brindaba. En las calles, el pueblo celebraba. Y en el aire, entre ambos mundos, Ba Sing Se se afirmaba como el corazón palpitante del Reino Tierra. Más antigua que sus murallas. Más poderosa que sus decretos. Más ambiciosa que el juicio de cualquier otra nación.
Esa noche, el orden vencía. Al menos por ahora.
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