Capítulo 7: Trampa en piedra
Los titulares en los muros digitales de Ciudad República finalmente comenzaban a cambiar. Las pantallas ya no mostraban humo ni cifras de muertos, sino escenas del Parlamento reunido, operativos exitosos y el retorno a clases de algunos colegios del Distrito Medio. La ciudad, aún herida, respiraba otra vez. Raiko había ampliado las patrullas automatizadas y permitido que Korra y Tenzin lideraran el proceso de estabilización espiritual. Lin Beifong reforzó el cuerpo de detectives urbanos, y los equipos de respuesta táctica bajaron a niveles de alerta estándar. A ojos del mundo, Ciudad República había contenido el peor atentado de su historia.
Pero para Thai, el silencio era engañoso.
Fue en la bandeja de correo interno del Departamento de Seguridad donde encontró el sobre. No tenía remitente ni sellos oficiales. El papel, denso y rugoso, era el tipo de papelería que aún usaban las imprentas locales del Reino Tierra. Adentro, solo un informe con membrete artesanal: Prensa Libre de Omashu.
El contenido hizo que se le secara la boca. Listados de rutas de abastecimiento, contratos de subcontratistas, menciones codificadas a operativos de carga y construcciones simultáneas en el sur del Reino Tierra. Todo convergía en una empresa conocida: Corporación Crediticia del Trópico Sur. Una gran constructora y contratista del Reino Tierra, que comenzaba a dejar rastros de financiación y lavado de dinero para La Triple Amenaza.
Llamó a Lin de inmediato.
—Tenemos que ir a Omashu. Y rápido.
—¿Estás segura de que esto no es una trampa?
—No. Pero si lo es, quiero saber por qué.
Con la tensión en Ciudad República parcialmente controlada, ambas lograron autorización no oficial para abandonar la ciudad. Viajaron en silencio, con documentación falsa, sin comunicaciones activas, y llegaron a Omashu por la entrada sur: una ciudad vertical, esculpida en piedra, suspendida entre montañas como una escultura viva.
Se alojaron en un hotel modesto cerca del Tercer Nivel, en un barrio de obreros jubilados. Allí comenzaron a rastrear al autor del informe: Yao Men, periodista radial. Lo hallaron dos días después, muerto en un canal de irrigación. Sin zapatos. Sin documentos. Sin preguntas.
—Ya saben que estamos aquí —dijo Lin, seca.
La investigación siguió igual. Infiltradas como asesoras técnicas, comenzaron a seguir rutas de obra de CCTS. Hablaron con proveedores, grabaron planos colgados en sitios de construcción, observaron movimientos nocturnos de equipos. Algo no encajaba. Demasiadas coincidencias, demasiada pulcritud. Pronto comprendieron que el informe no era una filtración: era una carnada.
La emboscada ocurrió en la vieja torre administrativa de un complejo en desuso. Thai y Lin accedieron por una entrada lateral, siguiendo un rastro de documentos falsos que los dirigía a un supuesto archivo técnico.
El lugar olía a humedad, con cables sueltos y señalización borrada. A pesar del deterioro, en uno de los despachos del corredor encontraron una mesa cubierta con planos, cartas arrugadas, mapas satelitales, recibos de transacción y una pila de notas escritas a mano. Thai hojeó algunos papeles rápidamente; reconoció varios sellos oficiales de provincias del Reino Tierra. Había listas de envíos, detalles de construcciones encubiertas, y un pequeño sobre con un mapa doblado. Dentro, una hoja: tres contraseñas escritas en tinta azul, una dirección de puerto en el sur de la ciudad, y lo más inquietante: el nombre "Ventanilla N8", seguido de una cifra alarmante y la nota "ingreso confirmado – comercio de fauna silvestre local".
Thai apenas alcanzó a guardar el sobre en su abrigo cuando escucharon el motor de un vehículo grande estacionando detrás del edificio. Por reflejo, Lin retrocedió a mirar por la ventana: una furgoneta negra, sin placas, de la que descendieron cinco hombres con rostros cubiertos y pasos coordinados.
—Nos están cazando —susurró Lin.
Subieron las escaleras internas sin hacer ruido. Thai cerró la puerta del archivo a sus espaldas mientras Lin mantenía vigilada la entrada. Los pasos se oían cada vez más cerca, amortiguados por las botas gruesas sobre concreto.
El primer golpe vino contra la puerta del archivo. Una embestida seca, calculada. Thai ya estaba arrastrando un archivador para reforzarla. Lin preparó una defensa de piedra control, apenas una lámina fina levantada del suelo.
Cuando entraron, fue como una coreografía violenta: dos hombres, uno por la izquierda, el otro directo a Thai. Uno la golpeó en el estómago, el otro intentó reducir a Lin con una descarga eléctrica portátil. Thai logró escurrirse, herida en el costado. Lin, pese a la descarga, alcanzó a quebrar el piso bajo uno de los atacantes, haciéndolo caer a un nivel inferior.
El tercero lanzó una granada de humo. La sala se volvió gris. Ceguera, confusión, gritos. Thai sangraba del labio y del costado; Lin de la muñeca izquierda. Saltaron por una ventana rota hacia un techo lateral, rodaron, corrieron. No miraron atrás.
Tardaron casi una hora en regresar al hotel. Lo encontraron saqueado. Las cerraduras reventadas. Los cajones vacíos. Las notas, las grabaciones, las credenciales: todo había desaparecido.
—Nos han leído desde el principio —dijo Thai.
—Ahora ellos tienen la ventaja —respondió Lin, mirando la habitación devastada.
Partieron esa misma noche, usando rutas marginales. Cruzaron por pueblos polvorientos, sin agua corriente, donde las estaciones de servicio funcionaban a carbón y los niños caminaban descalzos. Las construcciones se degradaban a medida que se alejaban del núcleo urbano. Los caminos pasaban de asfalto a grava, de grava a tierra, de tierra a barro.
Aldeas con casas sin techos. Mercados donde se comerciaban cupones por arroz. Mineros adolescentes con linternas pegadas al cráneo. Monjes exhaustos con vendas sucias.
El Reino Tierra, fuera de sus centros, era un paisaje erosionado por siglos de desigualdad institucionalizada. Ni siquiera las reformas del Consejo Central parecían llegar allí.
Thai anotaba en silencio, sentada sobre sacos de grano en el techo de un camión que los acercó a la frontera. A medida que el traqueteo del vehículo la arrullaba, sacó el sobre que había logrado rescatar durante la emboscada. Lo examinó mejor con la tenue luz de la luna: además de la dirección y las contraseñas, aparecía una firma ilegible en la parte inferior, posiblemente una clave o identificación interna.
—Lin —dijo con voz ronca, despertándola suavemente—, creo que esto sí es real. Mira esto.
Lin leyó la nota mientras se sobaba el cuello vendado.
—Ventanilla N8... fauna silvestre... esto no es solo lavado de dinero. Es tráfico directo. Un nuevo frente.
Aunque estaban heridas, sabían que una pequeña luz había comenzado a colarse entre las sombras. Tenían algo.
—No es suficiente para acusar a nadie —murmuró Thai—, pero es una puerta.
—Y vamos a cruzarla —afirmó Lin.
El camión se detuvo en un poblado donde los tejados eran de metal reciclado y el agua se vendía en bidones. Las construcciones improvisadas y los rostros exhaustos confirmaban lo que ya sabían: el Reino Tierra, más allá de sus murallas, era un imperio oxidado. Todo esto alimentaba una máquina. Y ellas, al fin, empezaban a ver los engranajes.
Cuando alcanzaron el último puesto de control de la República Unida, la noche era densa y el viento olía a carbón mojado. Presentaron documentos de emergencia, explicaron que habían sido víctimas de un intento de homicidio, y fueron escoltadas por patrullas hacia el primer cuartel seguro.
La ciudad estaba intacta. Pero ellas no.
Habían visto al monstruo. Lo habían sentido respirar sobre su cuello. Y sabían que volvería a aparecer, con otro rostro, otra sigla, otro contrato.
Pero también sabían, con más claridad que nunca, que esta historia no podía escribirse desde las oficinas.
Tenía que escribirse en los márgenes.
Y ellas ya estaban allí.
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