Capítulo 8: La última llave
El cielo sobre Ciudad República estaba cubierto por una niebla persistente que difuminaba los contornos de las torres. Era una mañana sin viento, y el aire estaba cargado de humedad, como si la ciudad contuviera la respiración. En el cuartel central del Departamento del Tesoro, Thai y Lin trabajaban desde una pequeña sala de análisis clasificado. La habitación, ubicada en el cuarto subnivel, tenía paredes de piedra opaca y sin ventanas. Las luces, tenues y frías, iluminaban la mesa central donde estaban desplegados los documentos rescatados de Omashu.
Thai llevaba horas sin moverse, con las contraseñas escritas en tinta azul entre los dedos. Lin caminaba en círculos, murmurando mientras comparaba el mapa con las coordenadas satelitales.
—No cuadra —gruñó Lin—. Este puerto en el sur ni siquiera aparece en los registros oficiales.
Thai levantó la vista, con los ojos fatigados.
—Porque no es un puerto, al menos no uno abierto. Esto podría ser una estación minera convertida en punto de embarque. Mira esta nota: "intercambio sin aduana".
Lin se inclinó sobre el mapa.
—Y esta dirección cruza con una línea de distribución de la Corporación Crediticia del Trópico Sur. Eso no es casual.
Thai asintió lentamente. Sobre la mesa había también una carpeta con notas escritas por Yao Men. Detallaban registros, entrevistas a obreros desplazados, fotografías de maquinaria encubierta. Thai acariciaba las hojas con reverencia.
—Este hombre murió por esto —dijo, casi en un susurro—. Y ni siquiera lo conocimos realmente. Era solo una voz más que incomodaba al sistema.
Lin se sentó frente a ella. El silencio se hizo más denso.
—¿Qué más sabemos de él? —preguntó Lin.
Thai respiró hondo.
—Era hijo de artesanos. Estudió filosofía política en la Universidad del Norte. Nunca se afilió a un partido. Fundó su emisora con donaciones populares. Trabajaba solo. Se negaba a aceptar patrocinios. Entrevistaba a agricultores, obreros, maestras rurales. Su objetivo era simple: contar lo que nadie quería oír.
—Y murió por eso.
Thai bajó la mirada.
—Murió solo, sin justicia. Pero su voz nos trajo hasta aquí.
En ese instante, la puerta se abrió con un golpe seco. El presidente Raiko entró sin anunciarse, acompañado de dos oficiales de seguridad.
—Necesito hablar con ustedes. Ahora.
Ambas se pusieron de pie de inmediato.
Raiko arrojó una carpeta sobre la mesa. Dentro había una copia de una nota diplomática enviada por la Reina Hou-Ting.
—Acabo de recibir esto. Según inteligencia del Reino Tierra, nuestros agentes están provocando estragos en ciudades fronterizas. La nota es clara: si no cesamos, la cooperación internacional se verá comprometida.
Lin frunció el ceño.
—¿Y tú le crees a Hou-Ting?
—No se trata de creer o no. Se trata de evitar una crisis diplomática. Y no tenemos pruebas sólidas que justifiquen seguir esta investigación.
Thai dio un paso adelante.
—¿Y lo que descubrimos? ¿El tráfico de fauna? ¿La Ventanilla N8? ¿El nombre de CCTS vinculado a los flujos?
Raiko levantó una mano.
—No hay nombres oficiales. No hay sellos verificables. Solo coordenadas y notas manuscritas. Eso no basta.
Lin apretó los dientes.
—Entonces, ¿qué sugieres?
—Archiven el caso. Retírense de la investigación. El Estado no financiará más su trabajo en esto. Además, han descuidado sus funciones: los operativos comunitarios han perdido cobertura en dos distritos, y el programa de seguridad alimentaria está paralizado. No podemos darnos el lujo de tener recursos dispersos.
Thai sintió cómo la sangre le subía a la cara. Pero Lin habló antes.
—Lo que propones es rendirse.
Raiko sostuvo su mirada.
—Lo que propongo es proteger lo que todavía tenemos.
El silencio volvió a caer. Raiko se retiró sin esperar respuesta. La puerta se cerró tras él con un golpe sordo.
Minutos después, Thai y Lin empaquetaban los documentos. Todo lo relacionado con Omashu y la Ventanilla N8 fue sellado y archivado bajo la clasificación "pendiente indefinida". Nadie lo leería. Nadie lo investigaría.
Al salir del edificio, Thai caminó sola por el perímetro norte. El viento había cambiado. Era cálido y pesado. El smog sobre los rascacielos flotaba como una cúpula amarillenta.
Frente a la entrada lateral del Departamento del Tesoro, se detuvo. En su cabeza comenzaban a agolparse imágenes: las aldeas polvorientas del Reino Tierra, las niñas con costras en los pies, las mujeres cargando canastas imposibles por caminos deshechos. Pero también las filas interminables de desplazados en Ciudad República, las carpas improvisadas en los márgenes de los canales, los niños dormidos en los techos de los tranvías.
A todo eso se sumaba el eco del atentado: la explosión en la Isla Conmemorativa, los cuerpos en camillas, el humo entre las estatuas de Aang. Y luego, el contraste brutal: las fiestas doradas de la Semana de la Liberación, la opulencia, las galas transmitidas por radio, la voz de la élite celebrando, sin pausa, como si no hubiera sangre secándose en las piedras.
Todo eso se acumulaba en su interior como una marea espesa, imposible de contener. Las imágenes de los caminos rurales, los niños descalzos, las mujeres cargando carbón golpeaban su memoria con brutalidad. Sabía que no era su culpa, pero la repulsión física y moral se fundían en una náusea visceral, profunda, que le subía desde el centro del pecho como una verdad amarga.
Se inclinó lentamente hacia una jardinera y vomitó, en silencio. Nadie se detuvo a ayudarla. Nadie la miró.
Se quedó allí, sola, agachada, mientras las columnas de concreto alrededor parecían crecer como torres ciegas.
En su abrigo aún llevaba la hoja con la dirección, las contraseñas y la frase: Ventanilla N8.
Sabía que algún día volvería a leerla.
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