Capítulo 9: Una noche en Niebla Roja
El verano había llegado a Ba Sing Se con su habitual lentitud ceremoniosa. El sol se filtraba como miel entre los tejados del anillo interior, y las fuentes de los jardines reales cantaban con un murmullo pausado que empapaba los muros de jade. Era domingo, y como cada domingo, Ciro no vestía traje. Llevaba una túnica sencilla de lino dorado, sandalias planas y un sombrero de ala corta que lo ocultaba apenas lo necesario.
Su hogar era la Casa Yunshu, una residencia ancestral enclavada en una colina privada dentro del anillo interior. Conocida por sus jardines colgantes y su arquitectura en terrazas esculpidas en mármol verde, era considerada una de las propiedades más hermosas del mundo. Los estanques de loto se conectaban por pequeños canales de jade, y las habitaciones estaban orientadas para que el sol entrara como óleo a distintas horas del día. Era una casa de secretos antiguos, pero también de paz.
Esa mañana, Ciro comenzó su día descalzo, en un pabellón interior, practicando meditación sobre un tatami de fibras del pantano. A su lado, dormía enrollado su oso-koala, un animal extraño de pelaje sedoso y mirada perennemente triste. Se llamaba Jihao. Era su única compañía en casa.
Después del desayuno —té de loto, pasteles de arroz y fruta del desierto—, salió hacia el mercado del anillo interior. El aire olía a incienso de lavanda, y las baldosas estaban limpias, como si la ciudad no supiera lo que era la mugre. Ciro caminó entre puestos de libros, saludó con una reverencia a una florista ciega, y compró un volumen encuadernado de poesía de la era Kyoshi. Luego, en la plaza del árbol petrificado, se sentó en una banca a leer el periódico: las tensiones con Ciudad República seguían, pero no ocupaban más que un recuadro discreto.
Cerca del mediodía, asistió a una comida informal en los jardines de la Reina Hou-Ting. El espacio era un enclave oculto, cercado por arbustos de jazmín y glicinas trepadoras que colgaban como cortinas violetas desde pérgolas de madera blanca. Una fuente en forma de dragón brotaba agua suavemente, y el aire olía a ciruela y bambú tostado. Solo estaban presentes tres ministros, un músico de cítara sentado sobre un cojín, y la Reina.
La comida fue ligera y perfumada: sopa clara de hongos lunares, rollos vegetales de papel de arroz con brotes de loto, y rodajas de fruta cortadas en formas de pájaros. Hou-Ting lucía un vestido de seda blanca con bordados florales y una peineta de jade coronando su moño. Hablaba pausadamente, como si incluso el tiempo se inclinara ante ella.
—Han llegado informes de que la República Unida intenta establecer nuevos canales diplomáticos en las colonias mineras del sur —dijo uno de los ministros.
—Siempre buscando lo que brilla —añadió otro, sorbiendo té.
—El oro no tiene patria —comentó Hou-Ting con una sonrisa enigmática.
Ciro tomó su copa de vino de flor de azafrán y levantó la mirada hacia la Reina.
—Que la paz se mantenga donde el oro no llega.
Ella entrecerró los ojos, divertida.
—O que el oro llegue para mantener la paz.
Ambos rieron suavemente. Era una coreografía mil veces ensayada.
Tras el almuerzo, regresó a sus habitaciones y se tumbó junto a Jihao bajo una pérgola cubierta de glicinas. El calor era soportable. Una brisa fresca entraba desde los muros altos del palacio. A lo lejos, los carillones de la universidad anunciaban la hora sexta.
Pero el día no había terminado.
Al caer la noche, Ciro salió por una entrada lateral del anillo interior. Se cambió de túnica, vistiendo una camisa oscura, sin bordados, y un sombrero de ala ancha que le ocultaba el rostro. Jihao quedó durmiendo. Cruzó el anillo medio en un carruaje, sin escolta. Bajó en una calle lateral del anillo exterior, cerca de una vieja librería que también funcionaba como bar de té y poesía.
El lugar se llamaba Niebla Roja. Desde fuera parecía un bar de obreros, pero al fondo, tras una cortina roja y un código susurrado, se accedía a un salón íntimo, iluminado con lámparas de aceite y lleno de figuras imprecisas. Ciro pidió té negro con ciruela, y se sentó en un rincón, mirando hacia la entrada.
Unos minutos después, llegó él.
Tenía el cabello largo recogido en un moño suelto, la ropa arrugada, los labios partidos por el frío. Se sentó sin hablar. Ciro le sirvió té. Se miraron largo rato sin tocarse.
—Sabes que esto no durará —susurró él.
Ciro asintió.
—Por eso vale la pena.
Lo tomó de la mano bajo la mesa. Ciro la apretó. Nadie los miraba. Nadie hablaba. Sólo la niebla del té subía lenta entre ellos, como si el tiempo estuviera detenido.
—A veces pienso que eres otra persona cuando estás conmigo —dijo.
—Y lo soy.
Una pausa. Luego, con voz más baja, añadió:
—Pero esa persona también tiene poder. Y tú me recuerdas por qué lo tengo.
Sonrió, pero sus ojos estaban llenos de agua.
En ese rincón, entre la mugre digna del anillo exterior, el hombre más poderoso del Reino Tierra era solo eso: un hombre. Con sus grietas, sus anhelos, y su corazón dividido entre lo que controla y lo que no puede nombrar.
Y en Ba Sing Se, incluso el oro descansa, aunque sea por una noche.
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